martes, 6 de julio de 2021

La ballena de cincuenta

 Mientras iba en mi vespa de camino al restaurante en el que trabajo solo podía pensar en dos cosas: el tremendo sueño con el que tendría que currar y el tremendo odio que sentía por el capullo que se había tenido que ausentar de su turno. Seguro que tendría sus razones, al igual que yo las mías para odiarle con todas mis fuerzas. Siendo honesta, lo más probable es que mi jefa tenga una diana con las fotos de los distintos empleados y decida quién sustituye a quién en base a su puntería. La vi jugar una vez y por alguna razón era incapaz de acertar a otra cosa que no fuera la zona de 5 puntos. Y yo soy la empleada número 5. ¿Coincidencia? ¡Por supuesto que no!


Aparco la moto a un lado del restaurante chino en el que voy a pasar las próximas cinco horas (o las que surjan) y me mentalizo para tener una actitud positiva con los clientes. Ellos no tienen la culpa de que me hayan jodido el día de descanso. Ellos se merecen el mejor trato posible. Nada de enfadarte con la clientela. Se respetuosa. Siempre con una sonrisa. Trato amable.


Conforme entro por la zona de la cocina mi compañero Marco me lanza una libretita con siete platos que debo recoger y disponer en la zona de buffet libre. Procedo a saludarle de la manera más agradable que me sale: con el dedo corazón levantado.


Que no os engañe mi aireada respuesta: me cae muy bien y es uno de los pocos a los que soporto. Probablemente él opine lo mismo, pero al menos sabe que trabajo bien. Eso sí, que nadie se sorprenda: los dos estamos aquí para pagarnos la carrera. Este no es el trabajo de mis sueños y desde luego trabajar en un restaurante chino no ayuda a que por la calle me distingan por mis rasgos asiáticos. Soy vietnamita, no china.


Esto estaba pensando cuando, al salir de la zona de buffet libre, un hombre me saca de mis pensamientos.


-Perdona, ¿me traes una cerveza a mi mesa?


Acabo de llegar y no tengo ni puñetera idea de cuál es tu mesa, majo. Crack. Fiera. Figura. Mastodonte.


-Sí, claro. ¿Cuál es tu mesa?

-¿Cómo no lo sabes? La de la ballena de cincuenta.

-¿Perdón? ¿Qué ballena?


Este local no tenía decoración marítima de ningún tipo, el mobiliario era el que se podía esperar de un sitio como este y los cuadros no presentaban temas marinos. Y solo había veinte mesas, no sé de dónde se ha sacado este señor el cincuenta. Mientras llenaba un vaso del barril me puse a buscar a algún compañero que me pudiera aclarar cuál era su mesa, pero no tuvo a bien mi perra suerte de acompañarme, así que cogí la bebida y fui a recorrerme el comedor en su búsqueda.


Por supuesto, el ballenístico caballero no había tenido todavía la decencia de regresar a su lugar indicado, así que no podía valerme de eso. ¿Habrá puesto alguien una pegatina de una ballena en algún sitio? O más bien, ¿tantas como para hacer la bandera de Estados Unidos? Lamentablemente, por mucho que crean los comensales que estoy interesada en mirarle la cremallera del pantalón, no encuentro tal distinción ni por arriba ni por debajo de ninguna mesa.


Estoy a punto de beberme yo la cerveza que cabe decir, va llena, hasta que me encuentro a un viejo señor en una mesa para dos con una tarta donde hay dibujada una ballena y un cincuenta. Me felicito a mi misma por mis grandes dotes detectivescas y de observación y dejo la cerveza en la mesa.


-Para el caballero que le acompaña.

-¿Oh? Muchas gracias por la tarta, señorita.

-No, perdone, pero la tarta ya estaba ahí antes de que yo llegara.

-Sí, sí. ¡Cincuenta años trabajados como pescador! ¡Se dice pronto! Siéntese mujer, que le invito a una cerveza.


No termino de procesar la situación, pero todo el mundo parece servido y acabo de reponer la comida del buffet, así que cojo una silla cercana y me siento, aunque no a beberme la cerveza que he traído, que ya lo hace este señor.


- Pues sí, era yo apenas un mozalbete de trece años cuando ya mi padre me llevó con él en el barco pesquero. Aquel día no pesqué absolutamente nada. No solo eso, si no que se me escapó un pez que tenía que meter en una caja y regresó al mar. (sorbo) Pero realmente la clave está en la zona en la que estás. Si te acercas demasiado corres el riesgo de asustarlos, pero si no estás lo suficientemente cerca no vas a pescar nada. (sorbo) Y entonces, agarré el tesoro con una mano y con la otra lo cambié por una piedra que tuviera el mismo peso. Ah, no, espera. Eso era de una película. (sorbo). Pues, ¿no va y se me declara en mitad de Punta Cana? Mi Mari siempre tuvo ese deseo de romper con lo establecido. Y yo, que soy muy normalito, pues me ruborizó por completo. (sorbo). Entonces, en mi último día de trabajo, mis compañeros me entregaron esta tarta. Aunque, siendo honesto, el médico me ha prohibido el azúcar, así que te la regalo, toda para ti.


-Pero, señor, ¿no tiene con quién compartirla?

-Nada, nada. Considérelo un regalo por mi parte. ¿Me cobras cuando puedas?


Conforme se aleja el señor de la mesa, me fijo en la tarta de la ballena de la que soy ahora nueva propietaria. Parece una tarta de chocolate con letras blancas. Acompañando a la tarta hay una pequeña nota caligrafiada. “Felicidades por tu jubilación tras estos maravillosos cincuenta años a tu lado. Adjuntamos esta nota y una fotografía para que siempre nos recuerdes.” La tarta puede ser dulce pero la nota, acompañada de la conversación con el hombre acaba dejando un poso agrio en el conjunto.


Recojo la tarta y me aproximo a la cocina para guardarla en el frigorífico hasta que acabe mi turno. Esto estaba pensando cuando, mientras saboreaba mentalmente el chocolate, un hombre me saca de mis pensamientos.


-¡Oiga! ¡La cerveza que le he pedido hace quince minutos!


Vaya, parece que me equivoqué llevándole la cerveza al otro señor. Ooopsieee.


-Perdona, enseguida se la traigo.


Ahora que tengo localizada la mesa la examino detenidamente en busca de algo que encaje con la descripción que me dio antes, pero no hay nada reseñable. Una mesa para dos, el caballero, mucha comida en la mesa y una señora rellenita entrada en edad, pero todavía algo joven. No servimos ballena ni los platos tienen dibujitos de ballenas. El mantel es uno blanco sin estampado ninguno. Nadie porta una camiseta sacada del acuario y no suena el tono del baby shark en sus teléfonos. ¿Dónde puñetas está la ballena de cincuenta?


Tan pronto mi dos neuronas activas son capaces de procesar la información, procedo a estampar la tarta en la cara del señor.

sábado, 23 de marzo de 2019

Todo ha terminado

-Una gota que cae en un lago sin ser observada, ¿suena?

Una extraña pregunta, quizá. Pero no única ni excepcional. Tan solo una reformulación de otra cita más famosa, presentado antes, alguna parte.

-Cada día que pasa, ¿te aproximas más a tu yo real, o son estos cambios propios de un ente a la deriva?

Algo gotea, pero ello no perturba a la chica, que mira impasible la escena.

-Hogar, dulce hogar. ¿Pero qué sucede si prefiero lo salado? O incluso peor, ¿qué ocurre si soy alérgica al azúcar?

Los calcetines que lleva puestos, blancos impolutos no hace tanto tiempo atrás, ahora son rosados. La chica mira hacia el suelo. ¿Desdén, furia, indiferencia, tranquilidad? Nadie sería capaz de definir el rostro que blande la adolescente.

-¿En qué momento dejaste de ser como te recordaba? ¿O siempre lo fuiste y mi inocencia no me permitió darme cuenta?

Cualquiera se preocuparía por el ruido que actualmente intenta entrar por la ventana. Pero ella dejó de escuchar hace mucho tiempo. No tenía sentido hacerlo. No había nada que mereciera la pena oír.

-¿Sabe la basura que es basura? ¿Tiene en su ADN el gen de la basura? ¿Puede la basura aspirar a más, o será siempre basura?

Recuerdos de un tiempo extinto afloran en la memoria de la chica. Recuerdos felices con su padre, al que quería con toda su alma, incluso después de que se separase de su madre. Por alguna extraña razón, a Mía se le escapa una lágrima. No lo entiende. No debería.

Alguien abre la puerta de la cocina. Al entrar, ve a una chica ensangrentada, que porta un cuchillo.




-¿Qué es la justicia? ¿Es lo que tenemos ahora? ¿O está tan distorsionada que no podemos hacer nada por lograrla? ¿Es un deseo vano luchar por conseguirla? ¿Qué he hecho mal para recibir este castigo injusto?



En cualquier caso… Mía muere. Fin. Se acabó. No tiene sentido prolongar esta historia. ¿Qué más dá? Esto es una mierda. Nadie va a querer leer esto. ¿Una chica loca? A nadie le interesan esas mierdas qué más da lo que le suceda. Que se joda. TOMA POR CULO.


Todos sabemos que la historia de Mía no acaba de ninguna de las dos formas. Solo espero que nunca tengas que ver esta historia en la vida real. En el caso de que sí, espero que la tuya tenga un final feliz, sea lo que sea eso.


Mía sonrió al horizonte, viendo un mundo de posibilidades a su alrededor. Quizás lo que había hecho no estaba bien. No, no quizás. Seguro. Pero no sentía miedo. Ya no. No había nada que temer ni que lamentar. Por primera vez en muchos años, algo que podía ser definido apareció en su rostro.
Una sonrisa blanca y sincera.

sábado, 29 de diciembre de 2018

Un día como hoy, a esta hora, sobre el nivel del mar

Estábamos sentados en un banco, cerca de la playa, mientras oíamos las olas romper. El aroma a sal con el que había crecido me recordaba a mi infancia, y el frío de esta época a mi cumpleaños. Estábamos cogidos de la mano mientras ignorábamos por completo la temperatura que hacía a nuestro alrededor.

-¿Y desde cuándo escribes? – me preguntó la chica que se sentaba a mi lado.
-Desde que tenía 8 años. Hacía pequeños comics con Kirby e iba contando varias historias según me iba apeteciendo. Creo que completé como cinco o seis libretas. ¡Se me fue la pinza mucho! – comento, mientras suelto una divertida carcajada.

En esos comics, escribía de todo un poco. Desde parodias o imitaciones de cosas que había visto a ideas propias sobre cosas que me gustaban. Todo con un estilo desenfadado y con la intensidad emo de un chaval de 10 años que escribía como buenamente podía. Aunque lo peor eran los dibujos, simples a más no poder, pero efectivos a la hora de contar la historia.

-¿Te han dicho alguna vez que tu risa es maravillosa? – me preguntó sonriendo la chica.
-No, la verdad es que no. ¿De verdad te lo parece? – le respondo algo sonrojado a la chica.
- Sí, mucho. Oye, ¿y cuándo empezaste con los relatos?
-Pues… creo que antes de empezar bachillerato, en cuarto de ESO. Aunque ya había intentado escribir algo antes, fue entonces cuando empecé a dedicarle tiempo a contar historias. Me alegra saber que te gustan. – le expliqué, con una sonrisa que no me cabía en la cara.
-Tienes un estilo único. ¡Espero que nunca lo pierdas!

Durante la ESO, e incluso un poco antes en primaria, ya escribía cosillas en Word sobre ideas que me interesaban. Mi primer relato completo es algo tan vergonzoso del que afortunada o desgraciadamente ya no guardo copia. Uno de los escritos que realicé ganó un concurso en el colegio. Y hablando de concursos, el segundo relato completo que hice (del que sí tengo copia a día de hoy) me hizo ganar otro, lo que me permitió participar en un concurso de una conocida marca de refrescos de cola. No pasé de la fase provincial, muy seguramente porque el relato que presenté entonces era malo. O se me fue la mano.

Entonces, me acurruqué en el hombro de la chica, buscando encontrar un poco de calor en su cuerpo. Cualquiera que hubiese visto mi cara hubiese pensado que tenía esa expresión de bobalicón desde que nací, pero no me importaba en absoluto, pues me consideraba muy feliz.

-Espero que tú también tengas suerte en el mundo del arte. – le comentaba mientras buscaba el punto donde me encontrase cómodo en su regazo.

Intenté escribir un libro sobre un par de adolescentes que conseguían superpoderes y tenían que salvar el mundo y una serie de cosas absurdas. Tenía pensado sacar siete libros siguiendo la historia, y de hecho todavía conservo la primera mitad del primero. Sin embargo, los amigos que formábamos los personajes nos distanciamos y dejé de verle sentido a escribir algo que había dejado de existir. Acabo de caer en la ironía del comentario, pues durante mucho tiempo escribí sobre un amor que ya no estaba, con dios sabe qué intención. El de superarlo, supongo.

La chica se movió en el asiento, dejándome entender que quería levantarse del mismo, y me adelanté a ella de un salto.

-Por cierto, ¿has leído el relato que te regalé? ¿Qué te pareció? – le pregunté curioso.
-Está muy bien. – respondió algo fría. - ¿Te apetece que nos tomemos un batido? Podemos ir a la cafetería del otro día. Todavía me tienes que contar aquella historia tan larga que no daba tiempo a contarme por Skype… - me preguntó juguetona.
-Oh, ¿de verdad quieres que te lo cuente? Bueno, vale. Pero luego no se admiten cambios ni devoluciones. Quedas avisada… - le respondí pícaro.


También me resulta irónico cómo este episodio de mi vida se parece a Florence. Es un videojuego para móviles, ¿lo conocéis? Os recomiendo jugarlo. En ella la protagonista y su pareja se apoyan mutuamente en sus aficiones, y aunque la relación termine los dos salen reforzados y siguen su pasión hasta que pueden dedicarse a ello. Como yo, que empecé a escribir más y más relatos después de que todo terminara. En la actualidad estoy escribiendo un libro de misterio que me gustaría acabar algún día, protagonizado por un joven llamado Rem. Os diría de dónde salió ese nombre, pero me temo que ella se llevó la historia que lo narra. 
Sí, se lo llevó un día como hoy, a esta hora, sobre el nivel del mar.

miércoles, 31 de enero de 2018

Sin darme cuenta

Era la una y media de la madrugada cuando dos golpes a la puerta me sobresaltaron. No estaba todavía en la cama, sino disfrutando de “Diez Negritos” (o como se llama ahora la novela, “Y no quedó ninguno”) y sin duda aquel sonido no era algo que esperaba oír como gesto de buenas noches. Sin embargo, no era a mi puerta a donde llamaban, sino a la de mi vecina.

Aprovechando que quería ir al servicio, cogí mi neceser junto a mis zapatillas de andar por casa y salí hacia el baño, todo ello mientras la siguiente conversación se producía:

-Hola, chicas. Mirad, las horas de silencio comenzaron hace media hora, así que me gustaría pediros que por favor redujeseis al mínimo el tono de voz.
-Ah, ¡lo siento mucho! Es que ella realmente necesitaba hablar conmigo. No te preocupes, bajaremos el tono de voz.
-Muchas gracias, buenas noches.

La voz masculina que escuchaba era la del chico encargado de hacer la ronda por los distintos edificios de nuestra residencia para asegurarse de que no se armaba el Belén. La voz de la chica era la de mi vecina, quien no solía tener ningún tipo de problemas de este estilo (aunque tampoco es que supusiese ninguno el que te llamasen la atención, no con la afortunada mentalidad de este país).

Llego al baño. Me lavo los dientes. Meo, cago. Me lavo las manos. Vuelvo a mi habitación. Ni rastro del chico, ni rastro de las voces. Me duermo.

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En algún momento de la mañana entre no muy temprano y la una de la tarde, salgo de mi habitación para ir al baño. Me encuentro con las causantes del “ajetreo” (a mi no me molestaban) haciendo unos huevos revueltos que pintaban bastante bien, mucho más que los que servían en cafetería. Les saludo. Mi vecina se disculpa por si molestó la otra noche. Le digo que no, que en absoluto. Voy al baño.

Salgo del baño, y en el pasillo que va a mi habitación me encuentro con un chico, con el cual tengo una relación de “conocido simpático”. Le digo buenos días con una felicidad que normalmente no muestro. Me ignora. Desconozco si no me ha oído o si mi inglés es cada día peor. Mientras se aleja, le noto como cabizbajo, por alguna razón que desconozco. Es famoso por fumar marihuana en los baños. Deduzco que está pre o post porro. No recuerdo dónde oí esa expresión antes, pero me hizo risa y ahora me vuelve a resultar graciosa. Vuelvo a mi habitación pensando en quién soltó semejante perla en mi presencia.

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Era por la tarde/noche, a la hora de comer (según el horario canadiense) y yo estaba comiéndome un burrito maravilloso. Delicioso. No había mejor burrito en ese pueblo perdido de Ontario (o lo mismo lo hay, pero tampoco soy un crítico gastronómico yendo de puerta en puerta a probar las delicias de la comida mexicana).

Me acuerdo de la discusión que mantuve con un chaval que vivía a un par de puertas de mi habitación sobre el uso de “español” (Spanish) en países americanos. El chico, un poco taciturno y al que describiría como “chaval con capucha 24/7/364” (hubo un día que le vi sin ella) me comentaba cómo le gustaba la comida española (Spanish food). Yo le decía que de español (de España) tenían los burritos y los tacos lo que las patatas fritas (french fries) de francesas. Esa comida es mexicana, la comida española es otra cosa. Le explico las bondades de la comida española. Me entra hambre. Lloro porque el restaurante español está:

1)En la otra punta del universo.
2)Cerrado a estas horas.

La última vez que lo vi estaba haciendo las maletas para mudarse a otra residencia, un par de días antes de todo esto que narro. Le pregunté el motivo. Su respuesta fue:
“No estoy a gusto aquí. No es lo mismo.”

Me abstraigo de ese recuerdo porque me he acabado mi burrito y tengo sed. Bebo agua. Hago muchas cosas. Como jugar a videojuegos o seguir leyendo el libro. Me resulta curioso cómo se han producido una serie de mudanzas en mi edificio. Aunque han entrado unos pocos, mucha gente se ha ido yendo no solo durante estas primeras semanas del segundo cuatrimestre, sino también a lo largo del primero.
Me pregunto si existirá una maldición o no. Me pregunto si no quedará ninguno vivo… Me quedo sopa.

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Al día siguiente, lunes, voy a clase. Ah, no (recuerdo para mi mismo), que mi profesor está en México. A tomar por culo, fiesta. Finalmente, no voy a clase, porque ir para nada es tontería. Mi compañero de habitación entra con cara de sorprendido. Le miro curioso. ¿Ha tenido éxito con la chica que le gusta? Sé que la respuesta es que no, pero yo le deseo lo mejor. O sea, que cese todo intento por conquistarla. No es para él. O mejor dicho, no le merece la chica al chico. ¿Me he expresado bien? Hace mucho que no escribo en español y no tengo claro si

- ¡Oye, Gerardo! ¿Conoces al chico de los porros?
- ¿Chico de los po? ¡OH! Sí, claro. El que ambienta los pasillos y los baños a partes iguales. Sí, claro. ¿Qué ocurre?

Dice unas palabras que yo solo había oído en telediarios. No sabía que esas palabras se pudiesen pronunciar en la vida real. Pensaba que eran mentira. No, no mentira. Un sueño. Aquello tenía que ser un sueño.

- Espera, ¿qué cojones me estás contando?
- ¡Pues lo que oyes! Me lo ha contado la vecina.

Ese mismo día, varios policías irrumpen en la universidad y detienen a alguien.

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Nuestra residencia no tenía conserje, aunque no creo que esa sea la palabra correcta. “Don”, una persona que velaba por la seguridad y el respeto en nuestro edificio. Nuestro don se había marchado en Halloween, y desde entonces aquello había sido un precipicio hacia abajo. Varios compañeros me comentaron que, cuando descubrieron lo que había pasado, no les sorprendió. Les pareció el normal devenir de una máquina en autodestrucción, de un edificio siendo demolido.

El día siguiente fue un día bastante extraño. Hablé con varias personas sobre distintos temas, aunque las conversaciones siempre desembocaban en aquello. Pensaba que era un hecho aislado, que por supuesto eso solo había sido un error puntual en la maraña de personas que vivíamos juntos. No podía ser verdad. No puede ser verdad.

-Ah, por cierto, Gerardo. Me temo que me voy a mudar. Noto que ya no estamos tan unidos en esta comunidad… Y honestamente, lo que ha pasado no ayuda.

Era una chica que vivía en el mismo edificio que yo, aunque no recuerdo dónde exactamente. Tampoco es que importase, ya que aquella no es ya su residencia.

-Lo sé… Es increíble que ese tipo de cosas puedan pasar…
-Ya bueno… El caso es que no es la primera vez que pasa. Aunque bueno, es solo un rumor.

Las alarmas empezaron a sonar. Entonces se produjo lo que yo llamo “Disonancia oral/mental”. Yo preguntaba unas cosas muy inocentes, mi mente por alguna razón se preparaba para lo peor.

-Oh, ¿te refieres en otros años?
-No, no. Este mismo año.
- ¿Qué? Pero, ¿dónde?
-En nuestra misma residencia, de hecho. Unos días antes de que todo ocurriese.

Se me escapó un “qué puñetas” en español, que traduje inmediatamente después por un apropiado “What the heck?”.

- ¿Conoces al chico de la capucha?

Yo ya sabía cómo acababa aquella conversación.

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Esa misma noche, desde la aplicación de móvil de la universidad se publicó el mensaje de una persona que había creado una campaña en Change.org para expulsar al chico de los po… de la música muy fuerte en la ducha por las mañanas.
Pocos segundos después, ese enlace llegó a mi grupo de whatsapp en el que varias chicas comentaban lo que sucedía, y nos informaban de lo que había pasado.
Yo no entendía nada. Sigo sin entender nada. Por eso escribo esto.



“El asalto sexual no debería ser parte de la experiencia universitaria”

En los días sucesivos, varias chicas han optado por abandonar la residencia. No se sienten seguras en un entorno tan hostil. No me extraña, yo sigo sin saber qué pensar.

 ¿Son ambas personas culpables? ¿Son inocentes? Todavía no han sido juzgados, y algunos de ellos no lo serán.

El chico de la capucha se libró de todo porque la chica le encubrió. Desconozco los detalles, desconozco la veracidad de la historia.

El chico de la música en la ducha ha sido expulsado de la residencia. Fue detenido un día. Ahora se enfrenta a lo que quiera que determine el proceso judicial.

Los estudiantes de la universidad hicieron una manifestación en contra de este tipo de sucesos, así como de la impunidad que señalan con la que la universidad actuó (o mejor dicho, la ausencia de acto alguno).

No he oído los testimonios de ninguna de las personas involucradas en esta historia. Se que muy probablemente nunca los oiré. Y, sin embargo, hay algo que no entiendo.


¿Cómo pudo ocurrir todo esto sin darme cuenta?

domingo, 2 de julio de 2017

Paseo

Es un día de verano, por la mañana. Hace un tiempo frío y lluvioso, ideal para dar un paseo.
Recorro una larga calle recta, llena de tiendas, quioscos y personas que caminan disfrutando del día.

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Me fijo en las distintas tiendas, cuyos carteles no logro distinguir con facilidad. ¿Bisuterías, fruterías, bares o supermercados? La verdad es que no me importa lo que sean, solo son adornos de este escenario. Puestos a mi alrededor para completar los huecos vacíos, mientras yo no dejo de preguntarme, ¿por qué?

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Durante mi travesía me cruzo con varias personas, algunas se encuentran solas, ojeando sus móviles y teniendo cuidado de no tropezar con alguna farola, otras acompañadas. Me fijo en ellas, con curiosidad. ¿Qué les ha llevado a cruzar esta calle de pacotilla? ¿Por qué razón han acabado juntas? ¿Son compatibles? Lo mismo hoy es su primera cita. 
Sin embargo, nadie se fija en mi. Y me resulta extraño. ¿Tan absortos están en su vida como para no fijarse? ¿O prefieren no inmiscuirse en mis problemas?

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De casualidad paso por casa de un amigo. Llamo a la puerta, pero excusando al perro no oigo respuesta alguna. ¿No habrá nadie en casa? ¿Estarán dormidos? Hay muchas razones por las cuales nadie ha salido a abrirme la puerta, pero por algún motivo solo puedo pensar en que quizás no le intereso a nadie. Que no merezco la pena.

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En lo que pareció ser una eternidad en apenas 20 años de existencia, llego por fin a la parada del autobús. Compro mi billete y me siento al lado de una ventana. Otra persona, de unos sesenta y tantos años, hace lo propio en el asiento de enfrente. Debido a la disposición de los mismos, acabamos el uno en frente del otro.

-¡Tienes los ojos rojísimos! ¿Tú también tienes alergia, eh? Joder, a ver si se acaba de una vez. - me comenta el señor.

No, no es por la alergia. Pero no tengo fuerzas para llevarle la contraria.

-Supongo. A ver si se acaba de una vez. - lo cual no anda desencaminado a lo que pienso. - Parece que ha dejado de llover, ¿eh?

-Pero, ¿qué dices? ¡Si hace un sol espléndido! He tenido que ir por la sombra para evitar quedarme seco. - me responde el señor.


Eso explica por qué sentía gotas de agua recorrer mi cara mientras el resto no llevaba paraguas.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Filósofas

Dos señoras, intervalo desconocido de edad, recogidas por la definición de marujas que todo el mundo conoce y acepta en detrimento de lo recogido por la RAE. Conversando, durante un trayecto de autobús, sobre temas éticos y morales, en unos estándares altos con gran vocabulario y excelsos dimes y diretes con los que sazonar una exquisita argumentación sobre la vida misma. Pero no permitáis que mi prosa os confunda con su arcaica voz, dejadme que os las transcriba. Durante la narración de la misma, agregar a gusto del consumidor gestos y poses tradicionales de esta sección de las tribus humanas:


-Ya no hay mozos como los de antes.
-No lo sabes tú bien.
-Antes los mozos salían sanos, fuertotes... Unos machotes eran lo que eran. Y ahora... Bah, nada más que debiluchos.
-Ya ves. Mi padre, que en paz descanse, conquistó a mi madre con una competición de lucha entre varios pretendientes.
-Aquellos eran buenos tiempos... De verdad, ya no hay nada que merezca la pena.
-Qué va, qué va... De vez en cuando alguno. Antes los había a patadas... Ahora...
-Con lo romántico que era saber que tenías a un buen maromo a tu lado, que te protegiera...



En ese momento, un niño que está sentado en la misma fila pero en la columna de la derecha comienza a hablar con su madre, captando la atención de las encantadoras señoras.



-Mira a ese mozuelo, qué mono... Debe tener la edad de mi Diego, hijo de mi Paco.
-Parece todo un hombretón. Y mira, mira. Tiene cromos ahí dentro, de los de fútbol. ¿Te acuerdas de ellos?
-Cómo no me voy a acordar. Mi Paco de pequeño mataba por completar la colección. Qué recuerdos me trae... Menos mal que todavía quedan hombres decentes...



El niño prosigue, haciendo caso omiso a la conversación de al lado:


-Mama, ¿quieres que te diga lo que tengo en la colección?
-Claro, hijo. Toma, ábrelo.
-Esta es Ghoulia, esta es Frankie Stein, este es Deuce, esta es Draculaura, esta es...



Sobres de Monster High. La cara de estupefación de las señoras se ve interrumpida por mi sonora carcajada.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Chimenea

Érase un salón con una chimenea. Érase un chico sentado en un sofá mientras la contemplaba. Érase una fría tarde de invierno.



La chimenea no tenía nada de particular ni distintiva. El tamaño justo para caldear toda la habitación. Pero sí había algo que llamaba la atención: el fuego que crepitaba en ella se estaba extinguiendo, bajo la atenta mirada del chico.


Javier, compañero de piso de aquel chaval se quedó pensativo mientras contemplaba la escena.
 
-¿No piensas echar más leña al fuego?


El chico siguió mirando aquella decadente lumbre. 

-¿Para qué?¿Qué ha hecho ella por mi? Solo me calentó unas horas para luego desaparecer.



Javier se quedó anonadado ante la respuesta de su amigo. 

-Pero, ¿qué demonios esperas que haga una chimenea?



En esta ocasión sí que giró la cabeza hacia Javier, su mirada denotaba una mezcla de tristeza y desidia.


-Estoy harto de ser yo quien tenga que echar leña.

-Estoy harto de tener que ser yo quien se encargue de ella para, cuando me alejo unos segundos, perder toda fuerza y apagarse.

-¿Sabes qué? Dijo por última vez el chico. -Que le den. No pienso hacer nada.



Nada hizo aquel chaval. Nada hizo aquella chimenea. Y sin más, al poco rato lo poco que quedaba se apagó.





Entre las cenizas de aquel fuego una nota quedaba visible: 
¿Por qué iniciamos juntos este fuego si no tenías intención de verlo arder?



Publicado originalmente el 10 de octubre de 2015 en Twitter