¿Alguna vez habéis tenido que tomar una decisión muy
importante? Sí, sabéis de cuales os hablo. Suelen ser decisiones de dos únicas
respuestas, A o B. Notáis cómo todo se detiene a vuestro alrededor y el mundo
comienza a girar, a disponerse y prepararse para adecuarse a la opción que
escojas.
Tomar la A, elegir la B. ¿Irnos por el camino de la B?
¿Dirigirnos a la A? ¿Ninguna? ¿Hay una opción C? ¿Estáis seguros que puedo
elegir? ¿Yo? Pero si no tengo ni idea de nada…
Seguro que alguna vez os habéis visto en esta tesitura. No
saber cuál es la mejor hasta que ya es demasiado tarde: después de abrir una
puerta y hacer que la otra se cierre para siempre.
Yo solo recuerdo dos decisiones que hayan cambiado mi vida
de manera significativa. Lo peor de todo es que la segunda no la elegí yo, tuve
que comerme con patatas el camino que otra persona había escogido.
¿Y cuál fue aquella primera decisión que tomé?
“¿Quieres hacer tercero?”
No creo que sea el momento para explicarla, pero añadiré un
pequeño apunte. En su momento dije que no me arrepiento de ninguna acción que
yo haya tomado. Ni siquiera el decir “Vale” en aquel momento.
Curiosamente, de lo que me arrepiento es de lo que
escogieron por mí. Y es que incluso cuando no eliges, es una elección en sí
misma.
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