¿Alguna vez os habéis preguntado si sois vosotros los que
tejéis la historia de vuestra vida, o hay algo o alguien superior a vosotros
que se encarga de urdirla, de manejaros como una marioneta?
Yo no sé cuál de las dos es cierta, pero si es la segunda,
mi guionista debe tener un pésimo sentido del humor.
Pero pésimo, pésimo.
Ayer, víspera del día del padre, fui a Granada a
comprar el regalo al mío. Puesto que quería ir con calma, salí de mi casa
para coger el autobús de las 16:40 para después volver en el de las 19:00. Sí.
Un lapso de dos horas. Dos.
Cuando quedaban 40 minutos para las siete, decidí pasarme por
mi librería favorita para comprar las novedades que me interesaban y, tal y
como decía su dueño “Perdonad las molestias, ojalá todos los días fuesen así e
iba a ir a trabajar el tato, pero esto es una eventualidad.”
Lenguaje de plata, he visto metros cuadrados en China con
más espacio que la librería ayer.
Salí despedido cuando apenas restaban 12 minutos y, previendo mis limitaciones para recorrerme media Granada corriendo, consideré necesario aproximarme a la parada del LAC más cercana, con tal mala suerte que el semáforo
estaba en rojo y media Granada tuvo a bien circular por esa parte de la
carretera.
Incluido el autobús LAC que tenía pensado coger.
Lo perdí, pero siendo consciente de que pasan cada pocos
minutos, me senté a esperar. Miré la pantalla que indica el tiempo que falta para
el siguiente. 9 minutos, justo lo que me quedaba para coger el que me llevaría a casa.
Mierda.
Salí corriendo Reyes Católicos arriba como si no hubiera un
mañana, intentado pasar por los laberintos que formaban los viandantes al
disponerse por la acera, y finalmente llegué al principio de Gran Vía,
aprovechando el semáforo en rojo para descansar. Pero no soy el único que
también llegó.
Sí. ¡VIVA LA ROBER Y SU SISTEMA INFORMÁTICO!
Afortunadamente (o eso creía yo), se puso en verde y pude llegar a
tiempo para alcanzar la parada y poder cogerlo… o lo hubiese cogido, de
no haber salido de la nada dos granadinos de una heladería cercana que, al
ponerse a cancelar su tarjeta, los muy campeones no tenían ni puñetera idea
de cómo hacerlo.
Sí, señores. Vi con impotencia cómo el autobús se marchaba
sin poder hacer yo nada. Qué risa, María Luisa.
Emprendí con apenas 4 minutos restantes una carrera que yo
sabía perdida por Gran Vía con la esperanza de poder llegar a mi destino a
tiempo, pero durante todo el trayecto tuve la sensación de que el destino, si
es que existe, no quería que llegase puntual a mi cita.
Pillaba todos los semáforos en rojo, con una ingente
cantidad de coches que salían de calles que nunca eran transitadas, en las
bocacalles que no había semáforos se entrecruzaban entre sí los vehículos, se
quedaban mal aparcados, en fin, ¿qué os voy a contar?
Llegué al final de la calle exhausto, y tarde. Técnicamente
debería haber perdido el autobús, pero milagrosamente, aun habiendo llegado a
las 19:03, aquel vehículo todavía no había hecho acto de aparición.
Pude llegar a casa en el autobús de las siete, y todavía
sigo explicándome por qué. ¿Qué sentido tiene que me putearan de esa forma si
al final iba a lograr mi objetivo?
En el viaje de vuelta pensé en ello. Pensé en cómo cuando quieres
lograr un objetivo, a veces la vida te pone trabas, impedimentos que hacen de
tu camino más difícil.
A veces, es posible que quieras tomar atajos o pedir ayuda,
pero no es tan fácil conseguirla, y a veces, si no insistes lo suficiente
puedes que pierdas algo que ya tenías en bandeja.
Finalmente, la perseverancia y la constancia hacen que
logres incluso lo que ya dabas por perdido.
Aunque sea gracias a la incompetencia de los horarios de
autobuses, algo de lo que nunca me quejaré… menos cuando llegue pronto.
No sé si existe un guionista, o somos los dueños de nuestras
acciones. Habrá quien opine que todo fue un cúmulo de casualidades que se
tornaron en tal divertida (de puertas a fuera) experiencia, o si había alguien
que escribió esto para mí.
¿Honestamente?
Pienso cogerle el manuscrito, plegarlo, y cuando tenga forma
de cilindro, introducírselo por el
Cuando la vida te da limones, dicen que hagas limonada. Yo prefiero
hacer relatos.
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